lunes, 7 de septiembre de 2015

La chimenea


La pantalla del televisor estaba encendida, pero no emitía ningún sonido. Un fuego crepitaba sobre los cinco troncos que formaban la lumbre, de manera que cada una de sus llamas vibraba, haciendo crujir la madera, e iluminado el pequeño salón.

Tres conversaciones se cruzaban sobre la mesa, cada cual más anodina. Mientras, un silencio las observaba, y un llanto hacía de fondo de las palabras, y, de vez en cuando, la charla se unía al silencio para comprobar si el llanto había cesado por fin.

Cuando, en una de aquellas pausas nadie escuchó gritar al pequeño. Un suspiro lleno la habitación y se prepararon para reanudar la conversación. 


En ese momento, uno de los hijos, aquel que tenía encomendada la misión de calmar al crío, entró a la habitación con el pequeño en brazos, que con ojos inquisitivos buscaba a su madre. Una sonrisa de disculpa asomaba en la boca del niño, al que toda la habitación contemplaba con sorpresa. Finalmente puso al niño en el regazo de su madre y salió a buscar una silla para sentarse al calor de la recomenzada tertulia. 

Mientras, aquel que guardaba silencio lanzaba servilletas a las llamas, mirando las cenizas ascendían elegantes por la chimenea. Vio un bolígrafo entre la comida de la mesa, lo cogió y se pensó en escribir algo en alguna de aquellas servilletas.

Cuando acabó vio que aquellas frases eran dignas de ser recordadas. Pensó en la gente que lo leería, en aquellos que llorarían con sus palabras. Pensó también en quienes no las entenderían, aquellos que después de leerlo se limitarían a hacer una mueca y a seguir con su vida.

La servilleta se deshizo con las demás, en el fuego.


En blanco.


Miré hacia la ventana buscando alguna inspiración escondida tras el cristal. Nada.

Pájaros que surcaban el hueco entre mi ventana y el suelo, coches iban y venían sin enseñar su rumbo, incluso, un hombre que limpiaba los cristales del edificio de enfrente, casi resbala, pero solo logro sacarme una sonrisa. Nada me daba una historia que mereciera la pena escribir.

Miles de fotografías ocupaban mi mesa. Otras brillaban en la pantalla del ordenador. Lápices y bolígrafos de todos los colores, hasta un libro abierto por una página inspiradora, pero sobre tantas cosas destacaba un folio limpio, que me gritaba, sin sonidos, que me había quedado “en blanco”. De hecho, casi notaba el peso de aquella hoja de papel. 

Vibró el móvil en mi bolsillo. Dejarlo de lado era lo mejor que podía hacer, una distracción de las suyas no rellenaría ni una frase seria.

Volví a mirar a la ventana. Ninguna musa soplaba. Mi reflejo me miraba confuso, sin saber por qué no escribía, aunque si me hubiera preguntado, yo tampoco habría sabido responderle.

El móvil vibro de nuevo, logrando esta vez que quitara la vista de mis ojos, para ponerla en el folio en blanco, y devolverla rápidamente al reflejo. Algo había ahí que me servía para emprender una historia. Pero, ¿qué historia? Y lo más importante, ¿Sobre qué?

De nuevo miré el reflejo mientras sin darme cuenta cogía el móvil y leía los mensajes que habían ido llegado. Para cuando me di cuenta, ya había pulsado enviar.

Me levanté y me vestí dispuesto a salir a la calle. Apenas tardé unos minutos. Cuando ya había recogido todo lo necesario, miré al folio por última vez y garabateé una mancha furiosa con el dedo.

Se fue cerrando la puerta detrás de mí. En la ventana quedo el reflejo, que se puso a escribir.


martes, 26 de mayo de 2015

A dos metros bajo tierra


Disfruto con la indiferencia que los hombres intentan demostrar a mi llegada, ocultando a otros como ellos sus más sinceros temores, casi siempre, sin éxito. Como esa triste cortina de hospital que, sin llegar a tapar del todo la visión de mis clientes, ayuda a los moribundos a contemplar, con espanto, mi paso por la cama de sus compañeros, que siempre logra arrebatarles el sueño. Una de ellas esta frente a mí, en una de las miles de salas de espera.

La cama a la derecha no se diferenciaba en nada con las demás del hospital. Sobre ella habían rendido el alma muchos enfermos. Los recuerdo en duelo, los ojos llorosos, los labios crispados, la tonta dificultad para entender que su vida se acaba. Aunque yo no soy de recodar todo lo que veo, siempre habrá historias que reclaman mi atención.

Esta ocasión era la tercera que visitaba al que ahora la ocupaba. La primera vez, cuando se pegó el tiro que lo tenía ahí. La segunda, ya en esa misma sala, unos meses después, mientras toda una familia lloraba a su izquierda, incluso había unos niños, lo que me sorprendió. En estos tiempos la gente tiene miedo de acompañar a otros en su final, prefieren dejarlos solos conmigo. El miraba iracundo, quejándose del ruido, alegando que podían llorarlo en cualquier otro lugar.


Desde entonces el anciano estaba solo, esperando que mi fúnebre saludo. A su lado un sillón vacío le pesaba en la culpa, y sin saber cómo ni porque, dio un último suspiro, que logro que olvidara todo el mal hecho y todo el llanto causado. En su última mirada a este mundo se perdono de todos sus fallos, ya nadie se los reprocharía.

Me volví hacia el anciano que cerraba los ojos, espere. Se aferraba a la vida con fuerza, lo que era curioso, pensando en lo que le había llevado a esta situación. Tenía miedo, mucho miedo, aunque supongo es normal. Solo diré que conoceré a vuestros familiares mejor que vosotros, la gente en mis brazos se muestra tal y como es en realidad.

Le forcé a acompañarme. Supe su historia, pero pronto la olvidaría. Tras él pocos me maldijeron, de hecho algunos me agradecieron la labor. En realidad puede que si tenga algo de justiciera, todas las personas, sin importar como hallan vivido, las dejo en el mismo lugar, a dos metros bajo tierra. 


Aunque algunos acaban como polvo desperdigado, en fin, así son los tiempos que corren.